La supermemoria.




He dormido entre cables, y mi carne estuvo tibia gracias a la electricidad. Ahora duermo entre redes invisibles. Redes inertes. Líneas silenciosas. Hay tibieza en mis manos, en mi rostro, y en mi cerebro; el computador se ha convertido en una extensión de mi capacidad para recordar. Sin él soy un ser humano lisiado, una aproximación bastante burda a lo que fueron mis antecesores. Sin embargo, cuido de mi computador con tan poco interés como cuido del resto de mí mismo. Pese a su importancia esa nueva parte de mi es desechable y prescindible—Y del mismo modo soy tan prescindible como él, a una escala mucho más trágica pero igual de obvia. La sociedad me utiliza y me desecha, y hace exactamente lo mismo con el resto de mis congéneres—La nueva esclavitud no presentó para mí la más mínima violación a mi dignidad, y por tanto no presenté la más mínima resistencia. Al fin y al cabo sigo siendo un individuo. Deseo y me sacio con facilidad. Todas las cadenas de mi tiempo son tan sutiles que en cierta medida resultan cómodas.

Estoy escarbando en lo artificial. Quiero regresar la estética de lo obvio. Si quiero despertar una sensibilidad adormecida, no me bastan las analogías típicas. Quiero beber de la mentira que se esconde detrás de las verdades absolutas. Somos seres repelentes, enclaustrados y vacíos.

¿Cuántos de nuestros prejuicios conservan su validez práctica? ¿Qué razón destruyó la solidez de los prejuicios descontinuados?  Si el machismo, el racismo, la xenofobia y todas las demás estructuras ideológicas que hoy no son toleradas tuviesen una contradicción diferente a las justificaciones económicas de la sociedad, tal vez podríamos hablar de una evolución del pensamiento. Pero cuando detrás del derrumbamiento de un prejuicio existe una razón económica, ¿somos realmente libres? ¿Somos realmente racionales? Siempre seremos elementos pasivos. Hoy lo somos tanto como en el pasado.

Pienso en las redes, en la información que conducen, en la futilidad de sus significados. Miles de terabits que repiten incansablemente los mismos sentidos. Miles de escenas humanas demasiado similares, demasiado vacías para ser merecedoras de la inmortalidad. Lo cierto es que aunque nuestro cerebro ya descubrió que no todo debe ser recordado, nosotros persistimos. Corremos, volamos, estamos desesperados por ir en la dirección contraria. La superestimulación nos hace torpes. Deberíamos olvidar más frecuentemente. El dolor nos enseñó a olvidar incluso lo más amado ¿por qué no olvidar también lo fútil? ¿Por qué deseamos conservarlo todo?

La inmortalidad es la única contradicción práctica entre lo humano y la naturaleza.

Cada tanto quiero destruirlo todo, borrar toda evidencia de lo que fui en el pasado. La amnesia es mi única manera de cambiar, de empezar nuevas fórmulas, de concederme a mí mismo una esencia diferente, corregida. Si me equivoco quiero tener el derecho de volver a comenzar. Sin  el fuego es imposible reconstruir. La supermemoria impide por completo los pasos en falso. Ningún criminal puede escapar de su absoluta conservación de las verdades locales y residuales. Las manchas ya no palidecen, se vuelven perfectas aún con el paso de los años. Gracias a la supermemoria nuestros errores se hacen incorregibles. Su existencia, por lo tanto, es una forma de tiranía; la tiranía del recuerdo.

En estas palabras hay una contradicción. Si todo es recordado nada sobrevivirá en el concepto de lo importante.

El pensamiento consiste en organizar, de manera coherente, un conjunto de recuerdos y sus respectivas conclusiones

La memoria ejerce una selección maquinal entre alternativas ya clasificadas. No puede ser remplazada fácilmente por una alternativa artificial. Necesita coherencia. En este momento existen algoritmos que intentan emular la clasificación selectiva de nuestro cerebro. Aunque hoy sean primitivos, pueden volverse prometedores con el paso de los años.

Estas palabras carecen de valor, ¿alguien las leerá? Lo dudo mucho. Presiento que moriré pronto.

 Todo lo que fui y todo lo que prometí ser será olvidado con el paso de los años.

No. Estas palabras me sobrevivirán. Estas sembradas en la supermemoria. Ya estoy muerto; no tengo libertad. Las redes me rodean desde antes de nacer, y mi cerebro se acostumbró a ellas con demasiada facilidad.

Hay mayor probabilidad de felicidad en una esclavitud invisible que en una libertad absoluta.

Las cadenas tienen una legitimidad; fueron creadas por nosotros. Nacieron de nuestro miedo a la libertad. Aún desconocemos las consecuencias de derrumbar cada uno de los muros que contenían nuestra naturaleza.

El progreso es el mayor engaño semiológico que ha sufrido la humanidad.

Nunca seremos libres. Pero esta sentencia no es una inquietud. Tan sólo es un parte de tranquilidad.

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