Creo que la historia de los hombres y de las mujeres es
mucho más compleja de lo que la gente supone. Aunque repudiable desde cualquier
punto de vista, la violencia contra la mujer no es algo que pueda solucionarse
con protestas, legislaciones ingenuas y palabras bonitas. Creo que lo mínimo
que puede exigirse a la hora de hablar de un problema social es algo de honestidad práctica. Cuando la ley es
culturalmente arbitraria y parte de un
postulado moral mal referenciado, tiende a producir cierta sensación de
hipocresía. Algo parecido ocurre con la prohibición de las drogas, pero hablaré
de ello en otra ocasión. Esta tarde pensaba en el feminicidio, y concluí que
cuando un hombre golpea a una mujer no lo hace acudiendo a la razón, por ello
suplicarle que use la razón para que se detenga no tiene sentido alguno. No
hablemos de machismo porque el término es emocionalmente limitado, y además
como palabra me resulta realmente molesta. Hablemos de patriarcado, término de
comodidad universal, que resulta ser mucho
más incluyente y efectivo a la hora de hablar de conductas. El patriarcado es
una forma de organización social en donde priman los derechos masculinos.
Digamos, además, que posiblemente sea una organización biológica, entendiendo
que a la hora de ser netamente materialistas las divisiones entre lo biológico
y lo cultural en el hombre no tienen mucho sentido. La cultura es esencialmente
biológica porque la desarrolla un ser vivo y sus aspectos reproductivos y
alimenticios están determinados por ella. La función del machismo en la cultura
biológica del hombre distribuyó unos roles específicos en la supervivencia
humana al hombre y a la mujer, papeles que fueron importantes durante gran
parte de nuestra historia. Desde el origen del cristianismo estos papeles
contaron con una notable estabilidad, y como sociedad nos construimos alrededor
de un modelo de producción y subsistencia agrícola en donde la herencia, la
familia, el hogar y la fuerza de trabajo jugaron un papel decisivo. En el siglo
veinte, y tras el derrumbamiento de las instituciones patriarcales cristianas
la mujer tuvo una transformación absoluta en la sociedad. En apariencia, ya no
fue subyugada por el hombre de manera directa. Se le requirió como fuerza de
trabajo y eso le otorgó independencia económica,
y además fue libre de ejercer su voluntad reproductiva. Sin embargo su libertad
debilitó la institución más importante dentro del patriarcado cristiano
occidental: el matrimonio. Si uno se fija en la etimología de la palabra
matrimonio comprenderá la esencialidad del patriarcado del que hablo. El
término matrimonio está compuesto de dos términos "matris munium"
provenientes de dos palabras del latín: la primera "matris", que
significa "madre" y, la segunda, "munium" que significa
gravamen o cuidado. Patrimonio, por su parte, designa ya no a la entrega de un
ser humano, si no a la entrega de una propiedad, de una proyección económica y
productiva, pero posee la misma estructura etimológica y conductual. En el
ritual cristiano del matrimonio, el padre de la chica la entrega al marido
diciendo “te la encargo” alusión que no
considero gratuita…y por ella realizaré una sentencia que muchos considerarán
irrisoria “el matrimonio no es una institución que busque unir a dos seres
libres. Por el contrario, entrega la custodia de un ser dependiente a uno
independiente, dotado de capital para sustentarle, otorgándole su propiedad
reproductiva para crear una familia” en el matrimonio la mujer se entrega. El
hombre recibe. El hogar es nuestro
idilio supremo, el sentido de nuestro deseo de posesión, el fin último de un
hombre y una mujer en la sociedad. Un
siglo atrás la mujer que se entregaba antes del matrimonio se entregaba por
nada. Para ser amada no buscaba placer o amor, si no la certidumbre de un
contrato. Hoy la certidumbre del contrato fue remplazada por el idilio volátil
del amor eterno. En el pasado el contrato correspondía en el marido a unas
obligaciones económicas por parte del hombre. Este rol, que no considero
completamente injusto, le otorgó al hombre certidumbre reproductiva, propiedad
sobre mano de obra y un idilio llamado hogar. Su definición como individuo
partir de su capacidad para cumplir estas demandas sociales, al punto que se
trasformaron en señales de su capacidad de realización. Las costumbres en el
ser humano no son objetos aislados, que puedan desaparecer o aislarse como si
fuesen átomos. Las barreras entre la conducta, la costumbre y las emociones
humanas son difusas, endebles, unas se expresan a través de las otras, formando
una masa conceptual que parece ser mucho más grande que la limitada puerta de
la ley. En el siglo veinte sufrimos una penetración cultural enorme, pero en
realidad nosotros llevamos más de cinco siglos de transformación constante, en
donde nunca hemos tenido un horizonte fijo diferente al dictaminado por la fe
cristiana. Hoy, por simple temor al cambio, aborrecemos los nuevos grilletes y
nos adornamos con los antiguos, pero estos resultan completamente inútiles en
nuestra moderna incertidumbre de significados y sentidos. A veces creo
indisoluble la distancia existente entre la conducta y las emociones, sobre
todo cuando se extiende a comportamientos en las sociedades. Creo que el
matrimonio, concebido en nuestra cultura como la entrega de una mujer de parte
del padre a un hombre para convertirla en madre, no se diferencia en esencia a
la entrega de los medios de producción que el padre de aquel hombre le hereda a
su hijo para subsistir. La familia es la construcción social por la cual
cumplimos una obligación biológica; perpetuarnos. La certidumbre de la
propiedad y la familia se sustentan bajo el sometimiento femenino. Estos
valores han sido por dos mil años los dictámenes patriarcales del cristianismo.
No podemos insinuar que en cincuenta años de liberalismo cultural realmente
podamos desentendernos de los grilletes construidos alrededor de las muñecas
femeninas, y mucho menos de los imaginarios masculinos. La mujer en la cultura
un medio de producción mediante el cual los hombres llegamos a un fin; el
hogar. La certeza, la construcción de un capital para que nuestros hijos hereden, y sobre todo, la construcción
de un nombre que nos defina y nos signifique. Somos en función de lo que
poseemos, esa idea no es nueva, y lleva siglos haciendo parte de nuestra
cultura. Pero no sólo el hombre encuentra su identidad y su significado a
través del matrimonio, también lo hace la mujer. Creamos un sentido, una
estética, una identidad femeninas que justifican una realización dentro del
papel asignado por la sociedad a la mujer. Como seres humanos, enfrascados en
la sensibilidad y la virilidad, encontramos nuestro valor como individuos a
partir de nuestra capacidad para cumplir con los deberes de nuestras
instituciones sociales. La violencia masculina es el resultado a su incapacidad
de conciliar sus significantes culturales con la libertad femenina, antes
inexistente. La libertad femenina es incompatible con el matrimonio y con
nuestra cultura cristiana. Incapaz de conciliarla, el hombre es hoy en día un
enorme fanfarrón que sólo logra comunicarse a través del despecho, emoción que
no es otra cosa que la estética de su orfandad. En el momento en el que escribo
estas líneas comparto muro con un cantante de música popular. Llevo casi un mes
en este lugar, bombardeado por cientos de canciones que nunca antes había
escuchado, y todas hablan sobre el despecho. Todas mencionan mujeres que
abandonan el hogar, todas están plagadas de desamor, de abandono. Hoy decidí
que lo que otros llaman machismo yo lo llamaré orfandad masculina. La violencia
es el resultado de la perdida de toda certidumbre emocional respecto a una
libertad ajena. Recordé un chiste gráfico hoy que decía “cuando una mujer
piensa en matrimonio, piensa en que por fin podrá comer sin temer engordar. Cuando
un hombre le propone a una mujer matrimonio, quiere que sea ilegal para ella
acostarse con otro hombre” Ahora hablaré de los celos. La respuesta simple que
algunos dan a su existencia (desconfianza, o falta de amor propio) me resulta
terriblemente mediocre. Creo que ninguna incertidumbre es tan válida como la
que surge a partir de la voluntad de otro ser humano. Tememos a la libertad de
otros porque no la controlamos, desconfiamos porque conocemos sus alcances, y
sobre todo porque entendemos que no tenemos ningún recurso para negar o coartar
su ejecución. El modelo de relación familiar exige una certidumbre a largo
plazo que nuestras relaciones, hoy enfrascadas en la atracción física, no
pueden satisfacer. Nuestras relaciones son volátiles porque la sociedad rompió
los contratos que las hacían permanentes. Es posible que no exista amor eterno
diferente al sometimiento o la costumbre. Estas concepciones, pese a las ideas
en boga o a las leyes, están arraigadas a nuestras tradiciones reproductivas y
a nuestros imaginarios. Creo que allí se encuentra el origen de la enfermedad.
Gran parte de las personas idealiza sus
relaciones y las asume como absolutas. En una era de libertades el amor
absoluto resulta enfermizo, y lo que otro interpreta como amor puede convertirse
con facilidad en ejercicio de sometimiento. Un hombre poco experimentado
difícilmente puede sobrellevar esta confrontación. Pocos logran asimilar lo
volátil del amor contemporáneo, lo efímeros que resultan nuestros sentimientos.
No podría insinuar, sin embargo, que no existan excepciones. Pero a la larga,
es posible que los hombres merezcan tanta consideración como las mujeres. Las
instituciones que nos definían como individuos válidos dentro de la sociedad se
están desvaneciendo. En los hombres la visión de la virilidad y la familia
hacen parte de su identidad, y no logran crear un imaginario de sí mismos sin
los valores reproductivos o económicos que hoy parecen débiles y devaluados. La
violencia no desaparecerá hasta que no logremos acostumbrarnos a la libertad
ajena. Para entonces otros significantes sobre los individuos dentro de la
sociedad deberán aparecer, algo que remedie la inutilidad de nuestros idilios,
que nos ayude a vivir pero que no sea tan estéril y frío como lo simplemente
económico. Una estética nueva que recree o construya un romanticismo nuevo, y
que no se alimente de nuestra individualidad hecha pedazos.
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