Le Clezió y Houellebecq


—Sucedió hace muchos años, tantos que ya casi no recuerdo los detalles. En aquel entonces Le Clezió no era tan conocido fuera de su país, y podía viajar por Colombia—aún puede hacerlo—con cierto amigable anonimato. Y es que, precisamente al conocerle más profundamente, uno entiende que decidiera abandonar Francia con una mueca de fastidio contra la “escena” literaria que le abrigó en su juventud. Le Clezió era otra cosa, algo muy diferente al europeo asmático y resentido; siempre ha sido un hombre demasiado fuerte como para demostrar debilidad y agotamiento, de eso no hay duda. Mostrarse débil sería  algo artificial en él. Por tanto asumió una postura vital contra natura en su país. Ha sido fiel a su fuerza desde entonces. El papel de pálido y enfermizo existencialista resultaba caricaturesco en él.

—De hecho no es muy popular, o no tanto como Houellebecq. Creo que el calificativo exacto sobre Le Clezió Houellebecq podría darlo en un ensayo de “el mundo es un supermercado” llamado “Jacques Prevert es un imbécil”  sin embargo, Houellebecq no odiaría a Le Clezió, y es posible que en otro contexto lo admirase, claro está, sin darle una pizca de razón, pues sus verdades le resultarían imposibles e incomunicables.  Las juzgaría como inocencias infantiles, como discursos desgastados  y cursis. Puede que a su modo, tenga razón. Houellebecq es una criatura de ciudad. Un monstruo urbano, una verdad retorcida de la civilización. Le Clezió es algo más arcano. Algo más burdo, más sencillo, más humano y a su vez animalesco.

—Pero Le Clezió no es un imbécil.

—Ese es el gran lio. Hay que aceptar moderadamente que Houellebecq tiene razón. Cualquiera encerrado en su sueldo, encerrado en su auto, encerrado en su apartamento sentiría que Houellebecq tiene razón. La existencia es insufrible. La vida es un asco. Houellebecq tiene razón. Supongamos que le Clezió lo supo también, supo presentir ese espíritu pestilente que se arrojaría sobre él,  pese a que nunca fue precisamente un parisino hastiado, y que quizá no conozca siquiera a Houellebecq. Creo que los dos son los polos opuestos del pensamiento literario francés. Le Clezió, atado a la nostalgia de su infancia provincial, atado a su fuerza decidió viajar por el mundo buscando otros horizontes estéticos. Y encontró belleza en la miseria, en la selva, en la mugre y en la sangre. Explotó la belleza de la humanidad, la encontró lejos de la ciudad. Su literatura huele a todas esas cosas.  Dentro de su obra, en cada lugar, en cada misterio, en cada agujero  hay una belleza ensordecedora. Una belleza imposible para Houellebecq, una belleza de hecho imposible de aceptar en un mundo condenado a la decadencia y al arrepentimiento.

—según sé, le Clezió es un poco ingenuo, pero quizá esa no sea la palabra precisa. Precisamente estuvo por aquí buscando a un chamán. Y lo encontró. Bebió Yagé. Dicen que vio a los espíritus de la selva

— ¿y escribió al respecto?

—si. Pero de manera ambigua, mitad entusiasta mitad antropológica.  O mejor; mitad falacia y mitad poesía. Cosa de misterios, de espíritus y fantasmas bastantes conocidos de la humanidad. Dudo que sea un observador imparcial. Dudo que no se involucre emocionalmente en todas las mentiras que ha conocido en el mundo entero. Es más, creo que es víctima de la línea que intercepta toda falacia espiritual en la humanidad, así que seguramente esa sea su religión. Una interceptación, una mezcla muy personal de poesía y experiencias de viajero.  Él cree fervorosamente que la cura a las enfermedades de Houellebecq está en las hierbas, en la selva y en la primitiva nostalgia de las tribus y los hechiceros, pero buscó esa cura para sí mismo. Quizá sea el hombre más parecido a Dostoievski en nuestro tiempo, pero ya incapaz de ser un místico cristiano, ha decidido crearse una espiritualidad de paria. Además carece de angustia. Su propia esencia quizá sea un collage. En mi opinión él es una criatura incomprensible.

— ¿a quién nos parecemos?

— Puede que a los dos. De algún modo, pero el destino nos inclinó más hacia Houellebecq, salvo por el hecho de que nunca hemos podido ser del todo miserables gracias a la pobreza.


—sí, lo recuerdo. Le Clezió, un  francés cansado de lo superficial, a veces confunde la pobreza con la inocencia. 

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