Yo me llamo nadie



Quienes son asiduos a este blog saben que no suelo escribir sobre televisión. Llevo varios años limpio de esa popular máquina que escupe mentiras y verdades maquilladas. Mis dos accesos a las realidades colectivas provienen de internet y de la radio, y de los documentos testimoniales que a veces acreditan algo de rigor metodológico.  Aunque para ser sincero, le doy más credibilidad a lo que escucho en una cafetería que lo que  se dice en Caracol radio o en RCN—soy un aficionado a escuchar conversaciones ajenas—Extraño la visión romántica de la honestidad y la verdad, ideales con los que crecí y desde los cuales me construí una complicada ética personal que luego tuve que traicionar. Con el tiempo llegué a la conclusión de que la verdad nunca existió en la historia, y que ninguna versión documentada o crónica fue objetiva o intentó serlo hasta tiempo después del inicio de la comunicación como oficio profesional.

Y aun así la objetividad no ha dejado de ser un mito conmovedor. La mentira trasgrede a la tecnología, vulnera la evidencia y enferma la inteligencia de los televidentes. Somos engañados y persuadidos todo el tiempo, y a veces ni siquiera lo notamos.

Desde ese punto, debo aclarar; padezco de una profunda incertidumbre documental.

 A veces, por simple curiosidad, rastreo las fuentes de alguna noticia llamativa que escuché en la radio o vi en algún noticiero o periódico. No cuesta demasiado descubrir una falsedad. Sólo se necesita algo de paciencia e intuición. Como usualmente visito restaurantes económicos en Bogotá, siempre veo la programación de la tarde sin querer. Veo los programas de concursos que como alguna vez dijo mi amigo deicidium están diseñados para promocionar productos de consumo. Una lógica parecida puede aplicarse a los programas de horario triple A como yo me llamo o idol Colombia. 

 Estos programas ya no promocionan productos físicos como un mueble o un tarro de champó, promocionan una marca como Alejandro Fernández o Shakira, pero cumplen la misma función.

 Hace un instante, mientras cenaba en un asadero del sur de Bogotá, vi algunas escenas de uno de esos programas. Vi a dos sujetos, dos sujetos que por exigencia del programa debían imitar al máximo a dos intérpretes. Uno era Vicente Fernández y el otro era no sé que cantante de los 70. Cantar sus canciones, vestir como ellos, actuar como ellos, imitar su tono, sus movimientos y sus modismos vocales ¿Con qué objetivo puede hacerse y promocionarse un programa así en la era del copyright? En otro contexto un imitador de semejante proporción podría terminar en la cárcel. Quien copia o altera una marca registrada puede tener severos percances legales. Pero hay que considerar en todo esto al mercado, precisamente, y la importancia que se le da a  difusión y al dominio público a una marca registrada; evidentemente reproducir un modelo comercialmente exitoso es mucho más rentable en el mercado latinoamericano que promocionar un nuevo modelo. Y la originalidad no importa cuando el público carece de criterio. Somos consumidores obedientes, consumidores de costumbres, rara vez innovamos y rara vez nos sometemos a la incertidumbre de la innovación. El mercado suele ser inclemente para lo nuevo, y por ello se castiga la originalidad y la identidad con programas como yo me llamo. Allí gente regular con carácter para la interpretación desaparece  y conseguimos copias baratas de una marca registrada, copias que a la larga pagarán derechos de interpretación. Poco importa si alguno de esos individuos que canta pudiese contar con un sentido mínimo de originalidad. Eso no importa, el participante debe anularse, debe ser una copia perfecta, debe dejar sus movimientos, sus características y su tonalidad a un lado. Sólo así podrá decir que es el otro, sólo así pepito Martínez podrá decir “yo me llamo Vicente Fernández” El público exigirá que la anulación del interprete sea realmente buena, casi imperceptible. Prefiere escuchar al último que al primero. Ese deseo es tan grande que a nadie le importa que el primero desaparezca. Es una lástima que a la  vez perdamos la oportunidad de escuchar lo que tenga que decir. Pareciera que entre menos cosas nuevas escuchemos, mejor.

Como mis palabras son una queja insignificante al espíritu de consumo triple A probablemente se me acuse de melodramático. Esta copia y reproducción de artistas consumados enmarcados en el cliché repelente de la supervivencia estilo reality show es muy apetecida por la gente que acaba de cenar y que odia el  complicado ejercicio mental de generarse un criterio. No necesitamos pueblos creadores de cultura; en la era del copyright la cultura es un preciado bien de consumo y es preciado precisamente debido a su escasez. Una mercancía de valor no puede prostituirse, no puede rebajarse a ser un objeto de producción popular.  No es necesario que un pueblo consumidor posea libertad de producción, no; ese no es un buen indicador en los negocios.


La Inteligencia de los Televidentes…que frase tan locuaz. Casi parece una cacofonía

Comentarios

Unknown ha dicho que…
no me conoces, pero has hecho mucho por mi, te quise agradecer observando tu blog y te cuento que mas que un favor lo disfruté mucho, se nota que eres una persona reflexiva como pocos lo hacen ahora