Moda e ideología (primera parte)



 La moda es ese amplio margen del mercado que se fundamenta en el confuso concepto de la exclusividad, es decir, pagar gustosamente un valor agregado por un producto con la esperanza de separarnos del comprador común. El fundamento de ese valor agregado es ser únicos a través de lo que consumimos. Es curioso que lo generalizado de esta conducta no resulte contradictoria para muchos más allá de lo axiomático. Ocasionalmente, este valor agregado suele tener implicaciones tangibles en el producto tales como la calidad o la utilidad, u otras veces ser más un respaldo psicológico detrás de una marca o un símbolo. Aunque misteriosa, la psicología del consumo es abrumadoramente simple; todo bien consumido es un símbolo de estatus en la diferenciación sexual—no sentimos ningún placer en comprar un objeto costoso si el otro no sabe o no comprende que lo es, y si no lo sabe se lo informamos; de otro modo la diferenciación deseada carece de objetivo—Pareciera ser que en una sociedad hipersexualizada y cargada de frustraciones eróticas necesitamos desesperadamente consumir y demostrarlo para sentirnos libidinalmente satisfechos y apetecibles. 

Nos adobamos con objetos deseados para ser también deseados y reconocidos, no sólo por una pareja sexual, sino también por un círculo económicamente equivalente a nosotros. Sin embargo en la moda no todo es negativo; al generar distintos perfiles de consumo, la moda diversifica la economía, genera empleo y genera una poderosa percepción de libertad. Esta es la justificación del concepto liberal contemporáneo de libertad, y justifica el hecho de que las modas florezcan y decaigan con una fluida vaciedad. El mercado exige que las mercancías se renueven. Ello implica que toda estética sea efímera, tenga vigencia, caiga luego en la decrepitud y luego se conciba socialmente el rechazo patológico por lo anacrónico.

 Esta libertad de decisión es el único fundamento de la libertad en una la sociedad gobernada por el liberalismo democrático. El paroxismo está en la posibilidad de elegir distintos nichos de mercado que, siendo cuidadosamente estudiados en salas de mercadeo, son perfiles de consumo dentro de los cuales el individuo tiene libertad para ser, comprar, desear y consumir. Sin embargo, esta definición nos lleva a ciertos cuestionamientos que parecieran ser metafísicos, pero que son estrictamente económicos. 

 La moda nos lleva a pensar que el ser necesita obligadamente de un objeto que lo identifique y que lo refleje. Sin este objeto el ser no es reconocido, por lo tanto. 

Consumo, luego existo. De no consumir, mi existencia es cuestionable, dudosa. 

Toda libertad se fundamenta en el poder de adquirir o generar mercancía, lo que conlleva obligatoriamente a aceptar que la libertad no es un bien común si no un objeto tangible, medible, cuantificable que adquirimos de manera indirecta al comprar.

 ¿Y si la educación y la cultura también son bienes de consumo? ¿Podemos asegurar que los fundamentos igualitarios de las democracias pueden sostenerse en este sentido? 

Por tanto, en un sistema político sin mercado, no hay libertad, tal y como la concibe el liberalismo. 

 Pero ¿Existe individualidad más allá del deseo y del objeto? ¿Podemos ser reconocidos como individuos más allá de lo que consumimos o no consumimos?

 El deseo es el núcleo existencial de occidente, en cualquiera de sus presentaciones ontológicas. Sin deseo ni nuestros aciertos ni nuestros defectos existirían, ¡qué lejos estamos de la anulación oriental del deseo, y que mal nos hace cuando la concebimos! Admiro y desconfío de los occidentales que procuran hacerse un lugar en la cosmovisión budista, y a veces considero impensable que un hombre cualquiera logre traicionar de tal modo la cosmovisión de su cultura materna. Somos, para bien o para mal, productores de toneladas de deseo. Deseamos tanto que en lo profundo, de no ser por la fluidez volátil de la moda, no consumiríamos nada. Esa vaciedad es lo que hace más evidente lo superfluo de nuestra desesperación. O como dijo alguna vez Proust, sobre la naturaleza del deseo “El deseo todo lo florece; la posesión todo lo marchita”

 Los desarraigados no saben que el deseo es el principal objeto del capitalismo, y que ellos son ricos en él. Al ignorarlo roban, se venden y se sacrifican con tal de disfrutar así sea efímeramente del objeto deseado. Por desgracia, su deseo es tan intenso que no se alivia al contacto con el objeto, y la sentencia de Proust queda en ascuas. Masas sedientas de posesión se abalanzan sobre el primer mundo. Los mercados emergentes desean tener un nivel de consumo desenfrenado equivalente al del Estados Unidos, pero no hay un mundo que tolere tal necesidad de recursos. La libertad discriminativa del liberalismo económico no tolera en realidad que todos los seres humanos posean la misma libertad de consumo y despilfarro que el primer mundo. 

Por ello es necesario y plausible un amplio margen de separación, de distancia entre consumidores y no consumidores. Esto fundamenta el estado de terror, el lento genocidio que se avecina sobre un mundo separado y hambriento.

 Este ciclo de consumo sin sentido que nunca para y que nunca se siente satisfecho no sería peligroso si nuestros recursos fuesen ilimitados. De hecho, ideológicamente fue concebido cuando los recursos parecían inagotables. El impulso del deseo es tan fuerte que probablemente termine llevando nuestra supervivencia a un verdadero riesgo, y allí quizás necesitemos realmente de un milagro misterioso, como el agujero de gusano de la película interestelar. Milagro poético, pero poco probable si somos realmente honestos.

Charles Baudelaire afirmó, para definir la modernidad  “todo lo que una moda contemporánea puede contener de poético dentro de la historia” y cuyos rasgos constitutivos son “lo efímero, lo fugitivo, lo contingente (…) un destilado de lo eterno a partir de lo transitorio"

La moda es una interpretación fetichista del tiempo, una estética de la fugacidad pura de una generación. Es innegable la vigencia de la interpretación de Baudelaire, pues no concebimos ni recordamos una generación sin antes imaginar sus atuendos. Mucho antes que deslumbrar sus autores predilectos, su filosofía o su arte, acudimos a lo más superficial, lo que mejor está guardado en nuestra memoria. 

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