Contra la Libertad es mi proyecto de
escritura para el año en curso, un libro de ensayos que espero, estará listo
para diciembre. El libro estará compuesto por los temas que he tratado
recurrentemente en este blog. Algunas personas me han notificado de la
extrañeza que les produce la ausencia de un noventa por ciento de las entradas,
pero precisamente las he bajado para trabajarlas. El primer capítulo es "El
pathos de la indignación" un texto que no había subido hasta ahora, y que parecerá incompleto sin el siguiente capítulo, la libertad y el territorio, que subiré un día que me sienta de ánimo. Este será un trabajo que no pienso
comercializar, y que estará a disposición de quien quiera leerlo, tanto en papel como digital, a través de Bubok.
Estimados amigos. Estaré gustoso de leer sus opiniones.
El pathos de la
indignación.
A la hora de escribir nos acecha el temor a la falta de
credibilidad, ¿tengo derecho a escribir? ¿Puedo alzar mi voz? ¿Alguien me
escuchará? Mucho antes que las preocupaciones estilísticas o incluso creativas amarguen
el texto no existente, pareciera que la pertinencia opaca el entusiasmo inicial
de muchos individuos que de antemano, puede percibirse que tienen algo que decir. Justo en una época en la
que cualquiera puede publicar un blog y ser escuchado la mesura aplaca a los
espíritus más tímidos y prudentes. “No
soy digno de defender una opinión” “Soy
un individuo limitado, mi opinión está restringida por una visión específica y
seguramente errónea del mundo” “no tengo la educación indicada, ni estudié
en la universidad más prestigiosa, o peor aún, no he ido a la universidad” Esta
suerte de certeza humilde tiene muchas razones que la justifican y nadie las
contradecirá. Lejos de procurar una comprensión universal, la educación
superior delimita cada vez más la conciencia de los individuos y la restringe
en un campo limitado de acción. Somos ciudadanos de segunda en un mundo con una
producción cultural centralizada y defensiva. El hombre ha muerto y también han
muerto los grandes relatos. Es cierto
que la educación contemporánea delimita el conocimiento del hombre por comodidad,
pero también al hacerlo obedece un conjunto de sentencias que asumimos como
absolutas; “el iluminismo fracasó”, se dice habitualmente, “el conocimiento
total de la humanidad excede las capacidades individuales”.
Y la novedad es tan basta, y la velocidad del desarrollo técnico
es tan acelerada, que entendemos esta sentencia como verdad.
Hemos perdido la autorización para opinar, ya que el mundo
es más grande que nosotros. Por tanto, educamos individuos desfasados de las
instituciones que los educan y los gobiernan, pues nuestras instituciones son,
de un modo estrictamente histórico, herederas de la ilustración. La escuela
surca una crisis esencial en donde apenas y puede certificar conocimientos que no
le importan a nadie. El conocimiento esencial ha perdido su validez dentro de
la bastedad de lo incomunicable. La
cultura y la capacidad individual, al menos en Colombia, se resume en un
proceso lento de constante certificación. Esta certificación es atomista respecto al conocimiento, y ya que
puede tardar una vida entera queda poco espacio para reflexionar otros caminos.
Pero, ¿que importan los aportes de un hombre, de un solo hombre, en el
desenfreno de la novedad? Ya que el hombre no es más el epicentro de la
razón, ya que el mundo de hoy es muy
superior al mejor de los hombres e incluso supera los límites de la más amplia
de las instituciones, podemos aceptar con tranquilidad que el aniquilamiento conceptual de la
ilustración fue exitoso. La modernidad sobrevive en una ley que nadie con poder
obedece y en una institución política que se desquebraja sobre el peso de la
corrupción. La única ley vigente es el apetito regulador del
mercado. La modernidad es un cadáver
institucional que nos cobija débilmente, así que, ¿Qué esperar de la
individualidad, del derecho y de los fundamentos institucionales de los
ciudadanos? ¿Que esperar de mi voz, que no es más que una partícula de polvo en
medio de un desierto de exiliados y sordomudos? Ya no importa la opinión y la
indignación de un individuo particular. Hoy las multitudes de indignados son inútiles, y la protesta nos produce
una fuerte incomodidad práctica. El poder se centralizo hasta superar nuestras
posibilidades. La prudencia nos invita a preservar el orden. No hagamos ruido;
guardemos silencio y defendamos la última comodidad, la del consumo; no hay
indignación en nosotros a menos que
seamos directamente perjudicados, ni tampoco hay honestidad en los conceptos de
sociedad y colectividad. El contrato social se ha descontinuado. En lo
referente a la opinión, nadie será escuchado si no porta la máscara monstruosa
de una institución mucho más grande que él mismo, una certificación que
demuestre que él ha seguido el lento proceso de sometimiento inductivo, pero
por desgracia, es evidente que al alcanzar la cúspide de la certificación ya no
tiene nada que decir.
Este es un escenario de absoluta impotencia individual. Sostener
una opinión y defenderla en lo escrito pareciera requerir de un alto grado de
valentía, pero al hacerlo aparece la censura de lo políticamente correcto. A
veces es una penosa obligación, un requisito burocrático engorroso. Es molesto,
en definitiva, poner en juicio de los demás nuestras convicciones, y soportar
el examen meticuloso de nuestro pensamiento. Sopesar nuestras inseguridades,
todo eso ocurre cuando exponemos a otros nuestro trabajo; a veces puede
enriquecerse, otras veces puede desaparecer.
El mundo académico contemporáneo puede describirse como una
escuálida torre de babel.
Y nosotros sólo queremos opinar. Decir algo respecto a lo que
ocurre. No queremos derrumbar la torre. Entre nosotros mismos nos anulamos
porque odiamos el ruido. No queremos escuchar voces. Queremos estar a solas y
en silencio con nuestra fría comodidad.
No puedes escribir un ensayo sin fuentes. El mercado
editorial, sin embargo, está lleno de basura y de mercachifles. No estás
autorizado para hablar sin títulos que te respalden. E incluso cuando los posees,
debes delimitarte a tu campo, respaldándote en una torre robusta de sabios que
apoyen tus palabras. Si eres titulado en letras, puede que te veas ridículo
hablando de política. Puede que a nadie le interesen las opiniones literarias
de un físico, y ni hablar de la enorme brecha comunicativa entre las
matemáticas y las ciencias humanas. La universidad te convence de que tus
palabras no pueden sostenerse por sí solas, así que no hay forma de hablar,
pensar o discutir en los espacios abiertos, no intelectualizados. No hay
espacios para nuevas brechas y nuevos caminos. Por otro lado, la juventud posee
un malestar esencial y característico que no encuentra forma de argumentarse.
Al carecer de argumentos, cae presa de las justificaciones sociales más
banales. A nivel de esfuerzo, es más sencillo consumir drogas que leer un
libro. Las drogas ya poseen de antemano un rol social de impostura, así que no
necesitas esforzarte demasiado para que los demás reconozcan tu contrasentido,
tu incomodidad con el mundo, pues antes que nada, necesitas canalizar tu
desprecio por el mundo, tu incomodidad con la realidad. Pero antes, y para
justificar tus palabras, debes conocer lo que críticas. De lo contrario, puede
que pases por un loco.
Sin embargo, cuando estás certificado, cuando por fin tienes
un empleo y una estabilidad simbólica en el mundo, cuando por fin tienes un
departamento y un lugar fácilmente te vuelves conservador. No quieres que nadie
toque tu mundo. Te costó llegar donde estás. Para ti ha desaparecido la
indignación. Ahora todo es cosa de esperar la muerte.
Quisiera lidiar con esos polos opuestos que son el versado
intelectual sin nada que decir y el adolescente rebelde con el deseo de hablar
pero titubeando por temor a su propia estupidez. Ambos son víctimas de esa
torre de babel o mundo intelectual que
funciona como una estructura colosal, ortodoxa, con métodos defensivos, con el
ánimo de aplacar las intrusiones de los que no han sido iniciados. Esta torre
de babel es el gran logro del método, la cúspide del intelecto humano, y sólo parece exigirnos una cosa, veneración.
Aquellos en la cima gozan de la inmortalidad, son como dioses. Incluso el más
humilde defensor de aquella torre tiene claro que no queremos charlatanes entre
nosotros, no queremos sospechar de lo que parezca plausible. Queremos, en lo
posible, no abusar de nuestro criterio. Es cierto que el contenido en el mundo
es demasiado y que no tenemos tiempo para leerlo o considerarlo por completo.
Aún necesitamos críticos, aún necesitamos la luz de los criterios directivos,
somos existencias inauténticas según Heidegger, necesitamos la guía pastoral de
la academia, o de una institución moral o religiosa. La torre posee su propia
luz, inerte, opaca, distante. La autoridad intelectual pareciera ser un buen juicio
de selección para evitarnos la molestia de las equivocaciones, pero a veces es
lenta y poco aplicable a la vida cotidiana.
Queremos ser existencias auténticas, tener un alma ontológica,
tener un sentido, comprender el mundo. El mundo es una suma de espejos y de
engaños, de mercados e intereses económicos. Sabemos que vivimos engañados,
pero el camino hacia la autenticidad es peligroso. Estamos rodeados de abismos y de falacias. Los
mesías y las doctrinas amenazan nuestra integridad moral, y nuestro bienestar como
individuos.
Por un lado, no soy
tan tonto como para discutir que se requiere de experiencia, y de un baraje
mínimo para entender una situación, para suponer que se comprende, así que el
adolescente inconforme, si desea ser integro, está condenado al esfuerzo (y
toda moda que requiera esfuerzo está condenada al fracaso mercantil) Sin
embargo los títulos suelen hacer a las opiniones inofensivas. Cuando un joven
llega a la cúspide de una carrera y consigue un empleo, puede que sus
malestares con el mundo ya estén silenciados. Es el orden natural, dirán
muchos. La universidad le ha enseñado a desconfiar de los grandes relatos. Es
un escéptico que jamás se ha aventurado, un pesimista sin decepciones. La
juventud expresa esta conciencia utilitarista a plenitud.
La opinión como Mercancía.
¿Necesito que alguien piense por mí?
En el siglo veinte el pensamiento se convirtió en un objeto
de consumo ¿Sostener una opinión? Esa es la
tarea específica de una carrera profesional en particular, comunicación social, hervidero de periodistas
que distribuirán su opinión entre sus oyentes o seguidores. El periodista es el
opinador por antonomasia, una criatura de bastos y superficiales conocimientos
que debe guiar a la humanidad. Más que la verdad, su poder se radica en la
convicción y la amplia difusión. Y ya
han pasado los tiempos en donde el periodista podía catalogarse como un
humanista en formación, o mejor aún, un humanista en miniatura. El periodista
contemporáneo es un crítico postizo de cuidadosos conocimientos técnicos y un superficial
sentido social. Las reformas académicas han reforzado la superficialidad de
esta profesión, sin embargo, en el más profundo de los sentidos la comunicación moderna siempre
será un pozo de superficialidad. Sospechamos que necesitamos leer entre líneas,
y adentrarnos mucho más allá del titular para comprender el sentido del mundo. Estamos
obligados a comprender lo que nos rodea. Ese es el sentido de la libertad.
Ya que hay unos intereses económicos en la política y en la
información es menester desconfiar de la información. Debemos sopesar las evidencias, descubrir el
engaño detrás de la cadena de televisión, o la campaña publicitaria en contra
de cierta tendencia política o cierto acto de crueldad. Hay una agenda que nos gobierna
y que conoce nuestras reacciones. Los medios saben cómo indignarnos. Saben cómo
ofendernos. Una campaña publicitaria nos llevará a las calles para protestar
contra lo que nos digan que debemos protestar. Sin embargo, la crueldad no
desaparece, el mundo es inmune a la
indignación. Tenemos derecho a cansarnos de protestar. El problema es que nuestra indignación no
obedece ya a intereses humanistas. Es evidente que se apegan a un criterio profundamente unido a una agenda que desconocemos. No hay sinceridad en
la información. Los medios modelan y controlan nuestro malestar.
Una agenda para la indignación. Por un lado esto parece
superchería, pero basta con una mirada rápida a un noticiero.
Sabemos que más allá de lo que conocemos existe una
indignación secundaria, una injusticia por la que no debemos preocuparnos. Una injusticia
que no aparece en los titulares. Nuestra
libertad económica, nuestro derecho a la indignación llega hasta esa frontera. No
tenemos derecho a indignarnos contra lo que no es difundido. Esa es la
injusticia invisible, la que no despierta la solidaridad de los titulares ni la
sensibilidad del público. Es una injusticia cotidiana que ocurre gracias al
curso normal de la economía. Cuestionar aquella injusticia implica cuestionar
los cimientos del orden establecido.
Hay víctimas de primera y de segunda categoría. Lo sabemos. Es
el costo del progreso. Es el sacrificio de la civilización. La barbarie moderna
es pragmática, impersonal. Extraer petroleo de medio oriente implica muerte de inocentes. Extraer soya del amazonas implica deforestación. El hastío de la indignación no es otra cosa que la
resignación dentro del totalitarismo. En este último estado renunciamos a nuestro destino y
al destino de nuestro prójimo. Lo hacemos por comodidad, pues somos impotentes; el mundo es muy superior a nosotros.
Tengo la certeza de que la indignación es un recurso
limitado, y que la sobreexposición a tragedias sin sentido terminará hartándonos.
La insensibilidad nos devorará y lo humano dejará de levantarnos del sillón del televisor, así que nos convertiremos en simples televidentes. Hastiados de
la injusticia, del crimen, de la corrupción y del odio puede que perdamos interés
por nosotros mismos y por quienes nos rodean. En ese entonces ya no importará
nuestro destino como ente colectivo. Todas las injusticias del mundo serán
finalmente invisibles.
"Destruyan al mundo, llévense a mi vecino, pero a mí déjenme tranquilo" Ese es el último estrado de la descomposición de la sociedad.
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