Aquella mañana usted me dijo “todo hombre debe
reconciliarse con su propia muerte, negociar con ella, posponerla a través de
la más pulcra diplomacia. No existe otra forma de vivir”
Los hombres se hermanan para combatir la muerte,
para oponerse a ella. Es el temor a la muerte lo que los obliga a estar juntos,
y crear ciudades amuralladas, rascacielos y sistemas digitales. Yo le respondí
que la lucha contra la muerte nunca ha sido un trato diplomático, sino más bien
violento. La vitalidad del hombre no puede definirse con nada distinto a la
violencia más elemental. El hombre es un virus apasionado, y su entusiasmo por
la vida sólo es compartido por las criaturas más dañinas sobre el planeta tierra.
A lo que usted respondió, ya que la muerte es
inaplazable, ninguna violencia puede aturdirle, socavarle. Por ello la
diplomacia, el aplazamiento. La violencia vital contra la muerte carece de
esperanzas. Es apenas una forma de hablarle con dulzura en su mismo lenguaje.
Nos conocimos en una antigua mansión del centro,
construida por el padre de una cervecera popular del país. Usted compartía con
varios de sus amigos mientras juntos examinaban la hoja de vida de un muchacho
de 17 años, recién llegado de un pueblo del sur del país. Recuerdo la
incomodidad que me producía la forma en la que me observaban. Una y otra vez me
preguntaban por mi filósofo favorito, por mi escritor favorito, por mis
pasatiempos predilectos. Una y otra vez yo sonreía con malestar, y pronunciaba
el nombre de Georg Wilhelm Friedrich Hegel y el de Frank Kafka con recelo, con
temor—en aquel entonces creía en la historia, creía en el progreso, y eso me
hacía hegeliano, dialéctico y tonto como el caballo de Rebelión en la granja de
Orwell. Sin embargo, entendía a la perfección la disfuncionalidad del mundo, su
ausencia de esperanzas, eso me hermanaba con Kafka. No entendía, no
dimensionaba, la contradicción entre apasionarse por Hegel y por Kafka a la
vez—recuerdo que almorzamos en un restaurante anticuado, agobiado por el olor a
tabaco. La comida era confusa para mi, pero exquisita. Hombres como usted
fumaban en la sala principal y conversaban con entusiasmo de la situación
política del país. Había entre los presentes un entusiasmo eufórico y violento
que me desconcertaba. La mansión, quejumbrosa en cada paso que uno daba sobre
el piso de madera, parecía ya entrar en los primeros pasos de la decadencia.
Esa decadencia, comprendí después, era compartida por usted y sus amigos, de un
modo mucho más profundo. He tardado años en comprender aquellos presentimientos.
Recuerdo pocas frases de aquella tarde, pero la
sensación en el aire nunca desaparecerá de mi memoria. Me sentía incómodo allí.
Con el tiempo nos distanciamos por discusiones políticas que hoy lo tienen a
usted a las puertas de la cárcel. A veces creo que en vez de discutir por algo
tan banal como la ideología, debí intentar labrarme su amistad, y aceptar la
simpatía que me ofrecía. No exactamente porque usted fuese, en aquel entonces,
un funcionario poderoso, sino por la certeza de sus opiniones durante nuestra
conversación. Realmente me simpatizaba.
Yo le vi como un igual, un igual enceguecido.
Usted, hombre ya entrado en años, nacido en una opulenta familia conservadora y
despreciable, educado en una de las ciudades más racistas de Latinoamérica, me
trataba con respeto; eso no dejaba de sorprenderme. Durante aquella época Uribe
gobernaba el país y empezaba la campaña por su segundo mandato. La guerrilla
había retrocedido en su dominio territorial y poco a poco desfallecía gracias
al poder del Estado. Existía entre los suyos la clara esperanza de una victoria
militar. Los negocios funcionaban, y muchos de los suyos por fin podían
trabajar sin temor a las vacunas y los sobornos. Entusiasmados por esa
sensación de victoria, no tuvieron reparos en invertir en ejércitos privados y
autodefensas para “limpiar” la sociedad más allá de los límites
institucionales. Con tal de sacar a la guerrilla de los negocios, poco
importaba algo de ambigüedad moral. La opresión había terminado. Eso les hizo
pensar que la luz de la victoria cercana les abría el mundo para una sentencia
engañosa “todo está permitido” “la tierra será nuestra de nuevo” “todo
funcionará otra vez”
Hacer política con un enemigo debe ser de las
cosas más sencillas de hacer. Los pésimos administradores se refugian tras
enemigos absolutos. Gracias a nuestras conversaciones tengo bastante claro el
espíritu de aquellos años. Esa sonrisa jovial ante la derrota del enemigo
absoluto. Las copas y el whiskey, los
puros y las conversaciones sobre las grandes exportaciones que pronto se
esperarían, que pronto iluminarían el país. La prosperidad universal. La tierra
convertida en una despensa para el mercado extranjero. Todo está permitido. Esa
es autorización implícita para asegurar el exterminio. Todo está permitido.
Podemos hacer lo que sea necesario para detenerlos. Todo está permitido
Hoy creo que su caída, su espantosa caída, es una
victoria para la historia. Esa historia misma en la que precisamente, ya no
tengo ninguna esperanza.
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