Imperium, imperare…
(Mandar) un imperio es un territorio que obedece a un centro de mando. En el
centro se construye lo que interpretamos como civilización. Estar dentro del
imperio es placentero. La cultura y la plenitud, los lujos y el oro; estar fuera implica someterse a la barbarie que construye la dinámica del
imperio para sobrevivir. Afuera están los valores de la fuerza y la dominación,
pero lo que ocasionalmente no racionalizamos es el papel del imperio dentro de
la violencia que él mismo rechaza. Existe una gran distancia
entre lo que significa la vida dentro del imperio y fuera de él, y esto puede
entenderse en la forma distintiva en la que se comporta un soldado dentro y fuera de las fronteras. Adentro, en la zona de sus iguales, el soldado es
completamente civilizado; puede participar
en el festín estético, del arte, la cultura y los modales refinados. Puede ser
caritativo y religioso. Es propietario, un miembro de la sociedad; puede ser respetado
y construirse una reputación. Fuera del imperio, en el campo de batalla, el soldado es prácticamente igual o aún más sanguinario que el bárbaro, y sólo puede enfrentarlo bajo la convicción de que combate en contra de algo que no le pertenece y nada tiene que ver con él mismo. Por ello es obvio que el imperio centra la cultura y
desplaza la violencia de sus ciudadanos hacia el mundo exterior. Es una arquitectura psicológica masiva. No corresponde
que la violencia y la barbarie lleguen al centro de mando, pues ello implicaría la caída misma del imperio (por ello es tan interesante pensar en los resientes atentados de París) Las grandes
ciudades, los lujos y la arquitectura, las salas de teatro y los conciertos
deben estar alejados de la violencia. Cuando se relaciona el interior y el
exterior como una unidad, como una realidad única, es casi inevitable el
presentimiento de que los ciudadanos del imperio están atrapados en un sueño ¿Nos engaña acaso el imperio? El presentimiento de un sueño nos lleva a la
oposición, a resistir, pero esta oposición es aún más idílica que la existencia misma del imperio. La violencia es la frontera real y el mundo, por fuerza, no puede unificarse. El imperio,
por tanto, va hasta donde estén sus soldados aplacando a los otros, aquellos que justifican la existencia de sus muros, y
la defensa militar de sus fronteras.
Pero, ¿No es esta acaso una interpretación inversa? ¿No
aparecen primero los intrusos y luego las fronteras? ¿No creamos, precisamente,
las fronteras y los muros para expulsarles?
Es casi una necesidad psicológica que los soldados destruyan
al enemigo con placer y sin ninguna inhibición compasiva. Entre menos empatía
desarrollen, entre menos humanistas sean, tanto mejor será su vida privada y su
ejercicio militar. Nada peor para los militares que la idea de relacionar aquel ser
exterior, aquel bárbaro (ser que balbucea nuestro idioma, que ni siquiera puede
dirigirnos la palabra correctamente) con su propia humanidad, con los suyos,
con lo que resguarda el imperio dentro de sus muros. La orden imperare implica
expansión, someter y extinguir. La relación mental del soldado entre lo que hay
dentro del imperio y lo que hay fuera; no es posible que el imperio sobreviva a
la vehemente penetración de la compasión. Es imposible la existencia de un
imperio humanista, civilizado en las dos direcciones.
Claro, esta idea sólo se sostiene si extirpamos quirúrgicamente la obsesión humana del poder en sí, la megalomanía.
Tampoco creo que existan imperios que en el transcurrir de
los siglos puedan sobrevivir al golpeteo constante de la barbarie en sus
puertas.
A veces la humanidad actúa como un líquido, insoluble en sí
mismo.
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