“Consideremos en primer lugar a la vaca bretona: durante
todo el año solo piensa en pacer, su morro reluciente sube y
baja con una impresionante regularidad, y ningún
estremecimiento de angustia turba la patética mirada de sus
ojos castaño claro. Todo esto parece de muy buena ley, todo
esto parece incluso indicar una profunda unidad existencia,
una identidad envidiable por mas de un motivo entre su seren-el-mundo y su ser-en-si. Pero ay, en este caso el filosofo
se pillara los dedos y sus conclusiones, aunque basadas en
una intuición justa y profunda, no serán validas si antes no ha
tomado la precaución de documentarse con un naturalista. En
efecto, doble es la naturaleza de la vaca bretona.
En ciertos periodos del año (especificados precisamente por
el inexorable funcionamiento de la programación genética),
dentro de su ser se produce una asombrosa revolución. Sus
mugidos se acentúan, se prolongan, la misma textura
armónica se modifica hasta recordar a veces de un modo
pasmoso algunos quejidos que se les escapan a los hijos del
hombre. Sus movimientos se vuelven más rápidos, más
nerviosos, a veces la vaca emprende un trote corto.
Hasta el
morro, que no obstante parecía, en su lustrosa regularidad,concebido para reflejar la permanencia absoluta de una
sabiduría mineral, se contrae y se retuerce bajo el doloroso
efecto de un deseo ciertamente poderoso.
“La clave del enigma es muy simple, y es esta: lo que desea
la vaca bretona (manifestando así, hay que hacerle justicia en
este aspecto, el único deseo de su vida) es, como dicen los
ganaderos en su cínica jerga, “que la llenen”. Así que la
llenan, más o menos directamente; en efecto, la jeringa de la
inseminación artificial puede, aunque al precio de ciertas
complicaciones emocionales, sustituir en estas lídes el pene
del toro. En ambos casos la vaca se calma y regresa a su
estado original de atenta meditación, con la excepción de que
unos meses mas tarde dará a luz un ternerito encantador.
Cosa que para el ganadero es puro beneficio, dicho sea de
paso.”
Naturalmente el ganadero simbolizaba a Dios. Movido por
una simpatía irracional hacia la potranca le prometía en el
capitulo siguiente el eterno disfrute de numerosos sementales,
mientras que la vaca, culpable del pecado de orgullo, seria
condenada poco a poco a los tristes placeres de la
fecundación artificial. Los patéticos mugidos del bóvido no
eran capaces de ablandar la sentencia del Gran Arquitecto.
Una delegación de ovejas, formada por solidaridad, corría la
misma suerte. El Dios escenificado en esta breve fábula no
era, como se ve, un Dios misericordioso
Michel Houellebecq - ampliación del Campo de Batalla (fragmento)
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