Tres versiones de un hecho trivial.

 
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No entendí exactamente como sucedió, pero escuché el grito y vi al hombre caer al suelo. Él y una mujer de apariencia ruda intentaron pelearse por una silla de trasmilenio; la mujer le empujó con fuerza, y el hombre, gordo y pesado, cayó al suelo aparatosamente. Pero las cosas no terminaron allí. El hombre sin levantarse insultó a la mujer, mientras ella, con el rostro surcado por una mueca de desprecio, se levanto frente a él y empezó a patearle el estomago. Tenía unas botas largas, que terminaban en punta. El conductor del autobús los observaba, tan desconcertado como todos nosotros. ¿Que había allí? El hombre trataba de cubrirse el rostro y de apretar sus genitales con las piernas, pero era incapaz de defenderse. Y la mujer chillaba insultos ininteligibles, con los labios medio torcidos, con los ojos llorosos, con los dientes apretados; golpeaba sin parar, como aplastando a una sabandija, como retorciendo sus propios recuerdos. Nadie a su alrededor intentó detenerla. Sufríamos de una aplastante docilidad hacia el destino que se desataba frente a nosotros. Todos sabíamos, o presentíamos, que aquella pareja no se conocía, pero ambos se mostraban como tormentas desencadenadas, como violencias pertenecientes a algo más poderoso que la razón por la cual podríamos abogar.
El hombre era gordo, y tenía una camiseta ajustada azul, con un Jean blanco. La mujer tendría unos cincuenta años, y vestía un traje gris, con una chaqueta grasosa de lana; era fuerte, de contextura gruesa, pero, ¿que había en su cabeza? ¿Por que desataba así su desprecio? Frente a ella había un joven, alto y de rostro redondo, que procuraba evitar meterse en líos. Tras él había una joven de rostro agraciado, de estatura baja, ataviada con auriculares de color blanco. El autobús se detuvo. Había un trancón de buses rojos tras nosotros. Y las palabras que explicaban el por qué seguían siendo ininteligibles. La mujer, cansada, dio un último golpe;
Una de las costillas del hombre crujió, y también de su boca salió un quejido leve. Algo de sangre se mezcló con su saliva.
Podría haber, sin embargo, otra versión de lo ocurrido.
En esa otra versión el hombre ha obtenido la silla, y es la mujer que cae al suelo. Cierto sentimiento de pudor le impide desencadenar su odio contra el hombre, y se limita a llamar a un patrullero de la policía, que vagaba por allí. El hombre alega con las manos extendidas, como mostrándose desarmado. La mujer habla roñosamente; íntimamente desea aplastarlo con violencia, como ocurrió en la versión anterior. Pero el hombre no se dejará humillar, aunque ya esté humillado en público; lo acompañan su hija y su esposa, que le observan desconcertadas.
Si, hay cierto repudio hacia el hombre, y creo reconocer en ese instante su rostro. Pertenecemos a un lugar común, y ese lugar común me avergüenza; si el supiese que le reconozco, no haría más que sentirse orgulloso; yo en cambio tendría razones para sentirme avergonzado.
La mujer, que estuvo en el suelo un tiempo considerable para sentirse victima, ha decidido levantarse, ayudada por el desconcertado patrullero. Minutos después llega un oficial de policía, que observa la escena sin comprender; la mujer repite una y otra vez que fue agredida, y el hombre sigue levantando los hombros y diciendo que él no ha hecho nada. Y ese oficial pone cara de hastío, de fastidio, pues no conforme con lidiar con los rufianes de la ciudad, tenga que lidiar además con el infantilismo de sus ciudadanos.
Hay otra versión de lo sucedido.
En esta versión estamos todos los pasajeros reunidos alrededor del hombre y la mujer caídos, y alegremente les golpeamos con nuestros zapatos sucios. La verdad es que odiamos a la gente violenta, y las agresiones aquí tienen pena de muerte. Así que los golpeamos en el rostro, pateándolos con fuerza en sus extremidades, y nuestras risas disfrazan muy bien sus quejumbrosos ruegos; en esta versión no importa quien fue el criminal o quien no; ambos fueron criminales, por postergar la violencia, por darnos a nosotros justificaciones para el odio. Allí estábamos, golpeándoles hasta la muerte; una vez quedaron inmóviles y fríos les arrojamos por la puerta, y escuchamos con satisfacción como la cabeza de la mujer crujió al golpearse violentamente contra el asfalto.



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