Cuando el Ángel encargado de preparar el
diluvio fue a buscar a Noé, lo encontró sentado afuera del Arca, pensativo, con
esa tonta expresión que poseen los irresponsables en los momentos trascendentes.
Decidido a no tolerar ningún descuido en los planes de dios, el ángel le ordenó
que abordara la nave para cerrar la puerta y así ponerle punto final al mundo
conocido, pero Noé, en vez de obedecerle, continuó abstraído en su tonta
meditación.
— ¡Necio!—gritó el Ángel— morirás con toda
tu familia, ¿Acaso no te importa?
Noé, aún pensativo, no respondió al
alegato. Peor aún; apenas y empezaron las lluvias su primera acción fue intentar socorrer a los
que se ahogaban en las primeras corrientes de la catástrofe. E incluso su
desafío fue tal que con un gesto autoritario de su mano derecha ordenó a sus
hijos hacer lo mismo.
— ¿Desobedeces a dios?
¿Y por estos pecadores? ¡No valen nada! ¡¿dios te ofrece el mundo y lo
rechazas?! ¡No salvarás a nadie! ¿Me oyes? ¡Morirás inútilmente!
Noé, con un niño desmayado en brazos,
respondió al Ángel.
—Obedeceré a dios, y lo glorificaré toda mi
vida, le seré fiel; solo pido que detenga esta matanza.
— ¡Tú no le
ordenas a tu dios, insensato! —Respondió colérico el Ángel— ¡Todos los
pecadores morirán, es la voluntad del Señor!
El agua le llegó a Noé a la altura del
cuello, apenas y podía sujetarse de un árbol moribundo. A unos diez metros de
él, dos padres trataban de salvar a sus hijos, y un tigre socorría a sus
cachorros apartándolos del agua que inevitablemente lo sepultaría todo. Sin
embargo, pese a la imagen no se escuchaban llantos; el rugido del oleaje y la
tormenta, los truenos y la lluvia eran tan poderosos que acallaban todos los
demás sonidos del mundo.
Desesperado y sin soltar al niño, Noé gritó al
cielo, en medio de lágrimas que sabía, no conmoverían a nadie.
— ¡Por favor, Dios todopoderoso, salva a
estos hijos tuyos, y seré tu siervo eternamente!
La única respuesta que recibió fue un trueno
espantoso, que estremeció la tierra y manchó las aguas de lodo y sangre negra.
— ¿Que no
comprendes? ¡Son pecadores! ¡Sus vidas no importan!—gritó el Ángel, con una voz
aún más poderosa que la del trueno.
—En ese caso— respondió Noé, con un hilo de
voz, ya sin fuerzas— la mía tampoco importa.
Exhausto, soltó el árbol que lo sostenía, y
se ahogó bajo un gigantesco remolino de lodo y escombros.
Al
verle morir, el ángel tomó al niño, lo convirtió en paloma y al cuerpo de Noé
lo transformó en una rama de olivo que puso en el pico del ave. Inmediatamente
los liberó con un soplo y aún irritado, desapareció en medio de la tormenta.
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