Posterior a la derrota que Trump y el
Brexit significaron para los medios tradicionales, florece en buena parte
de occidente un creciente interés por combatir los rumores y las noticias
falsas de internet. Se asume (prematuramente) que estas dos derrotas fueron
obra de factores externos al sistema, elementos que por su naturaleza
volátil y efímera son absolutamente incontrolables para los medios
tradicionales y la censura del estado. Luego de años publicando mentiras en
búsqueda de clicks y respaldando con espejismos artículos amarillistas y morbosos
sin ninguna verificación, los medios colombianos, en un inexplicable ataque de
pudor, procuran establecer una distancia entre su papel de rectores de la
verdad y los “mercachifles de la verdad” calificativo donde ubican a
todos aquellos que difunden información sin un sello editorial a sus
espaldas. El término “posverdad” suena por aquí y por allá en
discusiones acaloradas sobre lo que sea que cada quien entiende por verdad, y
en esa verdad sin duda es palpable una poderosa carga ideológica.
Personalmente, que la veracidad de la información se transforme en una
preocupación colectiva me parece maravilloso, pero antes de discutir sobre lo
que es verdad y lo que es mentira deberíamos definir unos mínimos
comunicativos para poder conversar con tranquilidad. Por primera vez es
necesaria una reflexión sobre lo que debe o no debe decírsele a la gente, por
primera vez se reflexiona en el impacto de una mentira sobre la opinión,
todo gracias al temor que impone el único populismo que respetan los
medios, el populismo de derecha; esa abstracción demoniaca que amenaza
con devorar en su necedad lo poco que queda de las sagradas y
tambaleantes instituciones democráticas.
La escurridiza verdad está en peligro—dicen
los titulares—los presentimientos de guerra florecen como si alguna vez
hubiesen estado ausentes; los tambores del totalitarismo resuenan en el mundo y
alguien nos pone a cinco minutos del apocalipsis nuclear. Sabemos—en eso
estamos más bien de acuerdo—que sin importar la inclinación ideológica inicial,
el totalitarismo es la conclusión natural de todos los populismos. El
concepto de posverdad parece ser apasionante para los periodistas, que se
arrojan sobre la posmoderna palabra como si fuese un salvavidas
etimológico.
—Esto es lo que sucede; ha llegado la
posverdad—dice algún periodista cualquiera, como quien anuncia la llegada
del invierno.
Se supone que la posverdad es lo opuesto a
la verdad y por tanto existen unos hechos cuantificables e incontrovertibles
que alguien intenta ocultar en provecho propio ( aunque el prefijo pos
pareciera indicar que la posverdad es lo que acontece a posteriori de
la verdad) Al elegirla como la palabra del año, los académicos de Oxford
la definen como “lo relativo a circunstancias en las que hechos objetivos
son menos influyentes en la formación de la opinión pública que la apelación a
la emoción y a la creencia personal” En medio de las sombras de la pasión
y la incertidumbre, los medios
tradicionales persisten en la creencia de que la opinión pública sigue siendo
ese borrego maniatado y crédulo que nada comprende sobre la complejidad del
mundo. Sin embargo, algo debe existir previamente para que los consumidores de
información respondan con “emoción y creencias personales” contrarias a los
medios, pues la posverdad pareciera no ser más que una crisis de confianza en
la información, una sensación de engaño constante que parece encontrar
alivio en verdades alternas, locales y casi tribales, verdades más cómodas
y cercanas, pues pareciera tan implícito que los medios tradicionales han
mentido y no están dispuestos a reconocerlo que la posverdad nos deja la
sensación de haber salido de la nada. En algo sin embargo tienen razón,
aquellos periodistas amigos del apocalipsis. Internet, efectivamente, tiene
mucho que ver con su tragedia.
Antes de hablar de posverdad debería hablarse de
la verdad (pero se supone que eso ha hecho la filosofía desde sus inicios, sin
llegar a materializar una definición lo suficientemente concreta como para
solucionar nuestra incertidumbre) la definición de los académicos de Oxford
habla de “hechos objetivos” Medibles, cuantificables, indiscutibles.
Por ejemplo; que Colombia tenga un ingreso per cápita de 1.311€ euros es
seguramente un hecho objetivo e indiscutible. Que al menos el 60% de la
población subsista con menos de eso y no sientan que las cifras de crecimiento
económico y prosperidad les incumban es un hecho subjetivo que apelará a mi
emoción y mis creencias personales. Es decir, queda anulado por carecer de
cualidades cuantitativas para contrastarse. Los hechos objetivos, si hablamos
de una enorme población, son abstracciones que no tienen relación con las
realidades particulares de las personas y que nada le dicen a la vida de un
ciudadano común. La percepción popular cree
que la prosperidad es una fiesta privada, con la certeza de que la mayoría de
seres humanos no fuimos invitados.
¿Significa esto que la riqueza no se socializa?
seguramente no lo hace al ritmo que las personas esperan. Es cierto que las
estadísticas (esos demonios de la abstracción) demuestran que las
expectativas de vida en el mundo han mejorado en los últimos años, al igual que
el poder de consumo y los ingresos medios. Sin embargo la gente no se compara
con sus abuelos a la hora de preguntarse por su infelicidad, aunque tenga la
certeza de que vive mucho más cómodo que sus antepasados. Lo hace con sus
vecinos, sus enemigos naturales.
Miles de medios pequeños surgen todos los días.
Todos aturden al consumidor de información con verdades diminutas y parciales.
El consumidor de información que quiera tener cierta independencia ideológica
ya no puede conformarse con recibir información de un solo origen y
confiar en la veracidad del receptor. El acto de confianza, si existió alguna
vez, se rompió en la proliferación de múltiples versiones de la realidad, y con
el evidente interés editorial de los medios privados de defender sus intereses
particulares y no el interés de sus lectores. La única forma de acercarse a la
verdad (si es que existe) es contrastando distintas versiones de un fenómeno.
Es decir, el consumidor de información realiza hoy la racionalización de la
información que antes realizaban los buenos periodistas.
A medida que se acrecienta la banalización
en la que los medios se han metido intentando ser más populares, la
desconfianza sobre su papel e imparcialidad frente a la verdad aumenta. Otro
tipo de consumidor, que a lo mejor no comprende la relación de los hechos
objetivos con su vida, decide acercarse al lenguaje familiar, a lo
cultural y cercano, a una definición simple y precisa de lo que sucede y no
sucede en el mundo. Basta con que alguien le diga lo que es blanco y negro para
ganar su confianza. Ese consumidor es la presa predilecta del populismo, y jamás
me atrevería a culparlo por ello.
En realidad, más que una crisis del periodismo
como profesión, existe una crisis del concepto editorial de la información.
Ya no podemos someternos a una visión ideológica y editorial del mundo
que nos guie como analfabetas. Todos (sin importar nuestro nivel educativo)
queremos tener nuestra propia interpretación del mundo (no importa si para ello
buscamos en distintos medios o en las versiones de nuestros vecinos, que pueden
o no estar tan desinformados como nosotros) y por intuición, por desconfianza y
por amor propio desconfiamos de la verdad de los demás.
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