Últimamente me es inevitable compararme con
Roberto Bolaño (por motivos muy ajenos a la calidad literaria) y al hacerlo me sorprende por contraste mi absoluta soledad literaria. Tengo
una pequeñísima y pálida interacción con mis contemporáneos. Puede que tenga
una facultad entera con maestros y alumnos a mi disposición, y además cuente
con la red para comunicarme con quien quiera (con quien se anime a contestarme)
donde abundan los grupos que emulan a las vanguardias y las publicaciones periódicas
de autores jóvenes y ya no tan jóvenes (me
incluyo en ese segundo grupo) No siento ningún interés por interactuar con ellos.
En realidad mi soledad es una decisión incómoda pero personal. (¿Podría serlo
realmente?) Y la idea de unirme a cualquier cosa que pretenda ser una vanguardia
me parecería un anacronismo y una incoherencia conmigo mismo (¿qué soy? a veces
una isla y a veces una náufrago) En este instante de mi vida los movimientos artísticos
me parecen imposibles y superfluos, y en esa convicción también se desvanecen
los fundamentos de la amistad entre autores...( mi único amigo frecuente en este punto es el
maestro Isaías) Pero estar solo en la
literatura es bastante peligroso, y puede que sea la ruta más corta para la
completa desaparición (extrañamente, la idea no me molesta por completo) me
mortifica sin embargo la imposibilidad del contraste inmediato, pues es muy
fácil engañarse a uno mismo cuando tu ego está demasiado ileso. Sin embargo no puedo
contrastarme con mis compañeros; siento que soy injusto con su talento y que
ellos son injustos conmigo. Como son más jóvenes los subestimo (subestimo a
todos mis contemporáneos) y ellos, como son más jóvenes me subestiman de una
manera que me resulta aburridamente
desafiante. Somos, por tanto, mutuamente desconocidos, y es posible que nuestra comunicación no pueda ser de otra
manera.
Mi utopía en los días que transcurren se parece
un poco a Houellebecq y un poco a Borges. Un futuro como el descrito en “utopía
de un hombre que está cansado” o en “la
posibilidad de una isla” siempre me ha parecido ineludible y francamente deseable.
Los primeros síntomas del
desvanecimiento de la comunicación en la sociedad son aquellos ancianos que
mueren solos en sus apartamentos en algunas partes del mundo. Son
descubiertos varios años después como momias secas que gritan el final de los conceptos más básicos de humanidad en pleno siglo de la hiperconexión. Una sociedad de ermitaños que viven
incómodamente juntos carece de comunicación emocional y por tanto debería
carecer de literatura. A pesar de todo sospecho que la literatura será la última
conversación posible, y algo dentro de mí añora desde ya ese momento.
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